• En México, más de 2 millones de menores enfrentan el desafío físico y emocional de vivir con una enfermedad crónica; el acompañamiento psicológico puede marcar la diferencia en su desarrollo.

Las enfermedades crónicas representan un desafío integral para la infancia mexicana. Aunque los avances médicos han mejorado significativamente las condiciones físicas de niñas y niños que las padecen, la dimensión emocional y social sigue siendo una deuda pendiente. Estos menores enfrentan procesos de adaptación complejos que requieren no solo atención médica, sino también acompañamiento psicológico profesional. 

A nivel global, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que las enfermedades crónicas son una de las principales causas de discapacidad en niños y adolescentes. Aunque muchas de estas condiciones no implican un riesgo inminente de muerte, sí impactan profundamente su desarrollo físico, emocional, social y educativo. Además, en países con recursos limitados como México, el acceso deficiente a atención integral —especialmente en salud mental— acentúa las desigualdades entre los niños enfermos y sus pares sanos. 

En México, más de 2 millones de niñas y niños viven con alguna enfermedad crónica, como cáncer, diabetes tipo 1, enfermedades cardiovasculares o renales (INEGI, 2022). Estas condiciones figuran entre las principales causas de discapacidad infantil y afectan de manera duradera su bienestar físico y emocional (Secretaría de Salud, 2023). Un diagnóstico temprano sin acompañamiento emocional adecuado puede derivar en ansiedad, depresión y baja autoestima (UNAM, 2023). Por otra parte, el 70% de los cuidadores primarios experimenta altos niveles de estrés y desgaste emocional, lo que impacta negativamente la dinámica familiar (IMSS, 2024). 

“Cuando una niña o niño es diagnosticado con una enfermedad crónica, el impacto no se limita al cuerpo: afecta sus emociones, sus

 vínculos y su forma de entender el mundo. Sin intervención psicológica adecuada, puede haber consecuencias emocionales que persistan incluso después de superar el tratamiento médico”, explica el psicooncólogo Humberto Bautista. 

Uno de los principales retos es la forma en que el entorno reacciona ante su diagnóstico. Con frecuencia, la familia —motivada por el deseo de proteger— adopta actitudes sobreprotectoras que, aunque bien intencionadas, pueden 

obstaculizar el desarrollo emocional. Eliminar responsabilidades o facilitar en exceso su vida cotidiana puede derivar en una maduración negativa, caracterizada por baja tolerancia a la frustración, escasa iniciativa y sentido de responsabilidad debilitado. 

Durante los tratamientos activos, los efectos físicos pueden limitar su participación en actividades escolares, sociales o familiares. Sin embargo, esto no debería justificar su aislamiento o exclusión. Cuando se les retira de sus responsabilidades y se les otorgan beneficios sin condiciones, se corre el riesgo de fomentar un aprendizaje pasivo. Al finalizar el tratamiento, volver a integrarse puede resultar frustrante si han aprendido que la enfermedad justifica la ausencia de esfuerzo. En esos casos, incluso puede instalarse la peligrosa creencia de que «estar enfermo» es preferible a enfrentar las exigencias de la vida cotidiana. 

Por el contrario, una maduración positiva se alcanza cuando el menor permanece integrado a su entorno y conserva responsabilidades acordes a su edad. Esta estrategia permite que niñas y niños comprendan su condición sin perder su sentido de pertenencia, utilidad y autonomía. Reconocerlos como personas activas, capaces de influir en su proceso de recuperación, fortalece su identidad, resiliencia y salud mental a largo plazo. 

“Una intervención psicológica oportuna no busca negar la enfermedad, sino enseñarle al menor a vivir con ella sin perder su identidad ni su proyecto de vida. La clave está en fomentar la autorresponsabilidad y la participación activa en su recuperación”, añade Humberto Bautista. 

El impacto emocional también se extiende al núcleo familiar. En hogares con varios hijos, es común que el menor enfermo reciba la mayor parte de la atención, generando desequilibrios y posibles sentimientos de abandono en los hermanos. Estos pueden percibir que sus derechos y afectos han sido desplazados, lo que afecta la dinámica emocional y puede generar conflictos a largo plazo. 

Asimismo, la estructura familiar suele reorganizarse. Generalmente, uno de los padres —frecuentemente la madre— asume el rol de cuidador principal, mientras el otro se dedica a proveer económicamente. Este desequilibrio afecta la vida en pareja, debilita la comunicación y reduce el autocuidado. La figura del cuidador, en su afán por garantizar el bienestar del menor, puede llegar a descuidar sus propias necesidades emocionales, afectando el bienestar familiar en su conjunto. La falta de espacios de expresión emocional y apoyo psicológico puede derivar en tensiones, agotamiento y conflictos. 

Ante este panorama, la psicooncología pediátrica y otras disciplinas de la salud mental se consolidan como herramientas fundamentales para una atención integral. Su objetivo es fomentar un desarrollo emocional saludable en la infancia, basado en la autorresponsabilidad, el reconocimiento de las capacidades y la integración continua en el entorno familiar y social. 

“Cuando la salud mental se integra al tratamiento médico, el proceso de enfermedad puede transformarse en una oportunidad de crecimiento personal y familiar. La psicooncología no solo acompaña, sino que fortalece”, concluye Humberto Bautista. 

Transformar el proceso de enfermedad en una experiencia de crecimiento psicosocial no solo mejora la calidad de vida de las niñas y niños, sino que también fortalece a las familias. El acompañamiento psicológico no es un lujo, es una necesidad que puede marcar una diferencia profunda en su recuperación y en su proyecto de vida. 

Referencias: 

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